miércoles, 24 de octubre de 2018

London Air


Anteayer tuve la oportunidad de contemplar la ciudad de Londres como si fuera un mapa desplegado. El avión sobrevolaba miles de puntitos rutilantes, que seguían una rigurosa formación repartida en hileras de viviendas simétricas. Eran casas cuadradas, de tejado vertical y construcción de ladrillo, con chimeneas y veletas brillantísimas (Al menos, desde mi perspectiva). Como un enorme collage, surgía ante mí la clásica disposición urbana tan característica de Inglaterra.

A medida que el avión se adentraba en la gran metrópolis occidental, ésa que hacia el siglo II los romanos bautizaron Londinium (Quizás antes, durante la campaña en Britania), el ladrillo daba relevo al acero cromado y los rascacielos proliferaban alrededor de una serpenteante línea del color del plomo. Mis ojos se deleitaban entonces con una panorámica privilegiada del palacio de Westminster, la noria descomunal del London Eye (De cuyo nombre se ha apropiado Coca-Cola), la cúpula barroca de la catedral de Saint Paul, y un poco más allá las dos torres del London Bridge. Ahora sé lo que debió sentir Peter Pan cuando surcaba los cielos dirigiéndose al país donde los niños no crecen jamás, tal y como se lo imaginó un escocés que sufría de enanismo y se vestía con la ropa de su hermano fallecido para llamar la atención de su madre.

Aunque bien pensado, tampoco se trata de una vista demasiado privilegiada. Muchos otros al igual que yo contemplaron la capital inglesa desde las vertiginosas alturas. Sin contar los millones de pasajeros de vuelos comerciales o aeronautas que pilotan avionetas publicitarias por dicha zona, el hecho de que aquel paisaje extraordinario fuese exactamente el mismo que divisaron los aviadores alemanes desde sus bombarderos Heinkel, me producía una íntima exaltación. Por no hablar de los heroicos (Y eufóricos, si se me permite la rima fácil) combatientes británicos que libraron, hasta arriba de drogas, una de las batallas aéreas más arduas del Blitz. Según cuenta la leyenda, al día siguiente, el Daily Mail y el Saturday Evening Post titularían a toda página: “Las anfetas ganan la batalla de Londres”.

Siguiendo el curso del río, que no es otro que el famoso río Támesis, uno de los elementos que más me llamó la atención fue la enorme desembocadura donde éste venía a diluirse por fin en la inmensidad del océano. Innumerables historias y enigmáticos mitos rodean aquel lugar. Los tercios romanos que se incautaron de la isla tenían la creencia de que allí había vivido un rey muy pudiente, el cual debía su ingente riqueza a un río colmado de perlas y piedras preciosas que moría en el mar del Norte. Tal vez se referían a otro río de Gran Bretaña, pero lo que está claro es que el brumoso estuario del Támesis es el escenario donde Conrad sitúa, en un alarde de romanticismo literario, su obra “Heart of darkness”. Concretamente, cuando Charlie Marlow, a bordo del Nellie, narra su periplo por tierras congoleñas. Yo no cesaba de mirar al horizonte, intentando reproducir mentalmente las líneas que inspiraron la película “Apocalypse Now”.

Poco a poco, los estratos de referencias históricas y artísticas, ese barniz que la civilización humana acumula en esta ciudad como una huella imborrable, iban quedando atrás. El avión maniobraba siguiendo una ruta invisible para la gente de a pie, pero muy transitada para el personal de la torre de control, acostumbrada al tráfico aéreo constante del aeropuerto de Stansted.  Una vez en tierra, lo que me esperaba era la vorágine londinense: Desde el negro niqab a la gastronomía asiática, pasando por los ritos hinduistas y las prisas de los occidentales. La heterogeneidad cultural que emanan sus calles, para bien o para mal, con sus enfrentamientos y sus lucros, une de forma ineludible el proyecto de vida que somos. Eso que algunos tienen a bien llamar el progreso, y que ni siquiera Orwelle hubiese logrado vaticinar.

jueves, 12 de octubre de 2017

1 - O a favor del silencio

(El referéndum contado en primera línea de batalla)

I

El sábado al mediodía había dejado de llover. Uno de los pasajeros que esperaba en el aeropuerto le preguntaba a un conocido por teléfono, “al final qué, ¿se va a poder votar?”. Faltaban alrededor de diez minutos para embarcar en el avión que salía con destino a Barcelona. Aunque ya no caían gotas, un cielo plomizo generaba cierta incertidumbre. Precisamente la incertidumbre copaba las planas de los periódicos. Dos jóvenes, a todas luces estudiantes, hablaban sobre el conflicto del referéndum: Uno de ellos le contaba al otro que había decidido viajar a la ciudad condal para sacar sus propias conclusiones, ya que no se fiaba de los medios informativos.

Poco a poco, los pasajeros fueron embarcando, y el avión despegó a la hora prevista. Tras un vuelo bastante turbulento, la estampa del puerto de Barcelona se dejaba apreciar a vista de pájaro. No había ni rastro del famoso Moby Dada, ni de sus dibujitos de los Looney Tunens. Aun así, por cómo se vendían las cosas desde fuera, a cualquiera le hubiese dado la impresión de estar aterrizando en el ojo del huracán. Minutos más tarde, un autobús trasladaba a los pasajeros hasta la salida de la terminal, y estos se perdían, escaleras abajo, por la estación del tren de cercanías. Las primeras esteladas y afiches a favor del “Sí” -colgados en los balcones y desplegados sobre las fachadas de los edificios-, comenzaban a apreciarse en la zona del Prat de Llobregat. Sin embargo, dos paradas después, asomando por la boca del subterráneo, en el Paseo de Gracia, el escenario daba un giro radical de trescientos sesenta grados. Lo que entonces saltaba a la vista era una multitud cosmopolita, la “M” del cartel de McDonald´s, triciclos turísticos, tiendas y consumo. Cero banderines, cero manifestantes: Al fin y al cabo, la principal fuente de ingresos de la ciudad depende del turismo.

Una pareja de novios a favor de la unidad
entre España y Cataluña

Pero el conflicto estaba allí, latente y camuflado. De pronto, en medio de aquel abigarrado espectáculo, frente a la Manzana de la discordia, surgió un grupo enarbolando la bandera española. Para algunos viandantes, aquello resultaba cuanto menos sorprendente. Hay que considerar que muchos españoles no catalanes generalizan hasta el punto de pensar que todos los catalanes, o una desorbitada mayoría, son independentistas. Para ellos, lo último que cabría esperar –justo la víspera a la “hecatombe- era encontrarse a un grupo de españolistas, que contrastaban con el modernismo de la Casa Batló. Se dirigían a la Plaza Urquinaona, donde ya les esperaban miles de unionistas más; todos concentrados antes de partir hacia la Plaza Sant Jaume, coreando el “¡Viva España!” o “¡Pougdemont a prisión!”. Llevaban banderas patrióticas y de Cataluña (sin la estelada), también de la Unión Europea, y cuando pasaban delante de la Policía Nacional rompían en vítores: “¡Esta es nuestra policía, esta es nuestra policía!”. La gente les tendía la mano, pero los agentes, impasibles, se negaban a estrechársela. Encabezando la marcha, iba una pancarta que rezaba: “Catalunya és Espanya, democracia, futuro y libertad”.



Manifestación de unionistas el día de la víspera al referéndum
Indumentaria de bandas radicales
de extrema derecha

Sobre las seis y media de la tarde, aquella marea roja y amarilla permanecía apostada entre el Ayuntamiento de Barcelona y el Palau de la Generalitat. La lluvia empezó a arreciar. Se oían cánticos de “Bote, bote, bote: Separata el que no bote”. Lo cual, si se analiza desde el punto de vista fonético, y a tenor de las circunstancias, resultaba bastante paradójico. Muchos no eran simples manifestantes, sino radicales afiliados a grupos de extrema derecha con casacas negras y tatuajes fascistas, que ondeaban la bandera del águila y, a golpes de tambor, andaban buscando bulla. Varios de estos individuos consiguieron encaramarse a la azotea de uno de los edificios aledaños, cuyos balcones lucían esteladas y carteles clamando por la independencia. El público, al verles, se lanzó a aplaudir enardecido. Lo mismo sucedía cada vez que un helicóptero de la Policía Nacional pasaba sobrevolando sus cabezas. Y en estas, desataron una pancarta de Òmnuim Cultural, que cayó al suelo, y que los transeúntes aprovecharon para pisotear con desprecio. Al rato, su mensaje resultaba casi ilegible debido a tanta basura como acumulaba encima.





Grupos afiliados a la Falange española
La bandera de la UE junto a una
pancarta que reza "Catalonia wants to vote"

Ningún político daba la cara. De cuando en cuando, alguien descorría las cortinas de una de las ventanas del Palau y sacaba fotos con el móvil, pero no se alcanzaba a distinguir su rostro, lo cual exasperaba a la muchedumbre. Así pues, persistían los gritos de “Puigtemont a prisión” o “España es una y no cincuenta y una”, junto a otros que denotaban una infame genialidad por parte del indignado en cuestión; como, por ejemplo, “no está lloviendo, Puigdemont está llorando”. Todo empezaba a salirse de madre. En las manifestaciones, al final, siempre ocurre lo mismo. Ya sólo quedaban los más radicales, y acabaron ensañándose con la pancarta de “Mès democracia” que colgaba del Ayuntamiento. Esta se hallaba colocada a una altura considerable y sus ligaduras parecían demasiado resistentes. Lo cual no impidió que cinco o seis jóvenes treparan por los barrotes de las ventanas, en ocasiones sujetándose unos a otros –casi podría decirse, a modo de castellers- e intentaran echarla abajo sin resultado. Mientras algunas personas pedían a gritos quemarla, otras lamentaban aquella acción desproporcionada. Era el caso de una señora, amonestando a un joven y tratando de explicarle que aquello sólo servía para enturbiar la imagen de la protesta. Las televisiones no dejaban de grabar.
 



Una joven sostiene la bandera de España
Por medio de navajas y de una pértiga improvisada con objetos punzantes acoplados en la punta, rasgaron la parte inferior de la pancarta. Sin embargo, el mensaje “Mès democracia”, -detalle significativo- seguía intacto. Desesperados ante su ineficacia, la emprendieron a huevazos contra la casa consistorial. Un joven se colgó a peso muerto de la pancarta, cayendo desde arriba; tal era la vehemencia colectiva. El ambiente se caldeaba por momentos. Ya entrada la noche, le arrebataron el móvil de las manos a un hombre de origen extranjero. Una señora, en pleno delirio, bramaba algo sobre mandar a las mujeres a la guerra. Y los periodistas, nacionales o internacionales, apenas podían transmitir debido al continuo acoso de los manifestantes. No obstante, la Guardia Urbana, allí presente, permanecía impertérrita. Sin duda, Ada Colau debía haber llegado a la conclusión de que semejante comportamiento del enemigo únicamente podía beneficiarla. No era el caso de Rajoy, al cual le faltaban escasas horas para demostrar, ante el mundo entero, su manera de entender el conflicto y la solución que correspondía adoptar. La gente ya se retiraba a casa. Aquel sábado, aparte de los trasnochadores habituales, a muchos les aguardaba una larga e intensa jornada.

A un hombre de origen extranjero le roban el móvil




II

En la medida en que el silencio es elocuente, uno puede permitirse el lujo de decir que ha escuchado el silencio. Para bien o para mal, su persistente cadencia posee una fuerza expresiva, a veces llena de descaro y subversión, de la que nadie logra escapar. Tal vez debido al histrionismo mediático o al desgaste de un conflicto que -como hace años se viene advirtiendo- ya dura demasiado, el pueblo catalán afrontó, sigiloso, el cénit de su lucha por el independentismo. Si bien, durante la madrugada del domingo, hubo dos clases de silencio: Por una parte, el silencio subrepticio, o sea, la decisión de ponerse “guantes y antifaz” en aras de un propósito, a sabiendas, ilegal. El otro, sin embargo, era un silencio mucho más poderoso; una respuesta colmada de persuasión y pacifismo inamovible -capaz de conmover a los Mossos d´Esquadra- que, según achacarían los propios vecinos, “la torpeza del Gobierno no acertó a manejar”.

Actividad, desde primera hora, a la entrada de un colegio

Aparentemente había poco movimiento en la calle. La concurrencia en los bares y el bullicio de la clientela contrastaba con los jóvenes ojerosos que se encaminaban, llevando un saco de dormir o una esterilla debajo del brazo, a la entrada de sus respectivas escolas. Desde las dos a.m., o incluso antes, una pareja de Mossos y un grupo reducido de gente se vigilaban mutuamente, desafiantes y en completo silencio, preguntándose quizá cuál sería el desenlace de aquella particular batalla. Los Mossos dentro del coche y la gente, -sin esteladas, ni signos que revelaran su condición de independentistas-, charlando en voz baja, comiendo pipas o tomando un refresco. No todos eran jóvenes, claro; más bien, familiares, vecinos, personas normales y corrientes

Varias personas duermen en el patio de la Escola Els Llorers


Los vecinos compartían comida
que traían de sus casas
En la Escola Els Llorers, un encargado vigilaba la puerta con celo, y sólo cuando alguien quería entrar, lo saludaba afectuosamente: “Bona nit”. El clima, allí dentro, rebosaba compañerismo y colaboración. Los sitiados habían organizado una suerte de merendola con pastas, patatas de bolsa, café, leche y todo tipo de vitualla que traían de sus hogares. Detrás, en la cancha, varios jóvenes jugaban al fútbol. Otros tocaban la guitarra, disputaban una partida -ya fuese de cartas o de dominó-, y si se precisaba una mano, reponían los baños de papel higiénico, fregaban los pasillos, etcétera. Había también una habitación reservada para los más pequeños, que dormían en sacos, desconcertados, aunque extrañamente emocionados por aquella velada inusual. 

Conforme se acercaba la hora crítica, aumentaban los nervios y las expectativas entre el personal. De nuevo, jarreaba con fuerza. A los Mossos ya se les adivinaba sus intenciones de desacato y, al pasar en coche patrulla, la gente les aplaudía cuidándose de no armar jaleo. Esto habría de repetirse numerosas veces a lo largo del día. Dos hombres mayores compartían una conversación de la que la prensa estatal no salía muy bien parada, ya que a su modo de ver, esta “envenena la idea que se crean el resto de españoles sobre Cataluña y miente respecto a la existencia de una falsa fractura social”. Alegaban que allí reinaba un ambiente sosegado, fraternal y respetuoso. Y confesaban, eso sí, no haber podido pegar ojo debido a la excitación que les producía un momento histórico como aquel.


La prensa internacional entrevista a una chica en inglés

La muchedumbre presiona en silencio
a la pareja de Mossos d´Esquadra
A ochocientos metros de distancia, en la Escola Industrial de Barcelona, el aire se cortaba con cuchillo. He aquí una prueba irrefutable del poder del silencio. Todos los presentes, sin excepción alguna, mantenían un estatismo frío e imponente, todos miraban en dirección a una pareja de Mossos d´Esquadra, cuya tarea consistía en vigilar la puerta de entrada al recinto, y todos escuchaban las órdenes que recibían de parte de sus superiores, a través del Walkie-Tolkie. Habría miles de personas, pero lo impresionante era que tan sólo se oían los flashes de las cámaras y el sonido de la lluvia. Nada de abucheos, ni imprecaciones. Millares de ojos clavados en dos pobres funcionarios que, para goce de la multitud, desistieron frente a aquella tortura psicológica. Lo que inmediatamente desencadenó un tsunami de aplausos y ovaciones, celebrando a coro la consigna, “¡Votarem, votarem!”. Los partidarios al derecho de la autodeterminación rebasaban, así, el umbral crítico de las seis.



Los partidarios del derecho a la autodeterminación
se despiden de los helicópteros de la Policía Nacional
Dos horas después, tenía lugar un hecho asombroso, digno de quedar registrado en los libros de historia. De repente, la muchedumbre entrelazada formó un pasillo humano hasta la puerta del edificio. Un asistente estupefacto inquiría a unos vecinos si es que venía alguien. A lo que estos le respondieron entre susurros que no venía alguien, sino algo. Y, al instante, apareció un coche de incógnito, del cual sacaron lo que aparentaban ser bolsas de basura con cajas en su interior. Por supuesto, se trataba de las urnas. La gente pedía “silenci”, mientras los encargados de transportarlas recorrían aprisa el pasillo. Tal era la tensión imperante que uno de ellos llegó a tropezar. La gente volvía a exigir “silenci”. Pero, ahora, la mayoría de los presentes a duras penas lograban contenerse. Una vez las urnas se encontraban relativamente a salvo, dentro del edificio, los cánticos de “¡Votarem, votarem!” resonaron más fuerte que nunca. Ni siquiera los helicópteros de la Policía Nacional, que peinaban la zona, contribuyeron a minar la moral de los vecinos. De hecho, estos se despedían de ellos con la mano y les dedicaban peinetas, al grito resuelto de “¡Votarem, votarem!”.

Las urnas dispuestas en la Escola de
 Industrial de Barcelona


Furgones blindados de los Mossos d´Esquadra
Barcelona imploraba actividad, reivindicación e “independentismo electoral” a cualquier precio. Eso sí, sin banderas y en silencio. Los múltiples medios de comunicación daban buena cuenta de ello. En la Escola Industrial, por ejemplo, ya estaban dispuestas las urnas, pero faltaban candidatos en las mesas y tuvieron que buscar voluntarios entre el público. Una vez solventado el problema, el Estado inició los bloqueos al sistema digital de recuento. También comenzaron a llegar noticias de cargas policiales, primero en el colegio Ramón Llull y, más tarde, en el instituto Jaume Balmes. Tanto la Guardia Civil, como el Cuerpo de Policía Nacional estaban incautando las urnas. Furgones blindados y ambulancias circulaban de acá para allá. La gente se hacía gestos de negación por la calle, como si así condenaran la intervención del Gobierno central. Los periodistas no daban abasto.




Hacia el mediodía, el cielo ya había despejado, y en el Passatje de les Escoles, numerosas personas depositaban sus votos. Sin embargo, los bloqueos al sistema de recuento interrumpían constantemente el proceso. La gente esperaba agolpada a la entrada del colegio, mientras los vocales de aquellas elecciones ilegítimas iban llamando a la mesa. Dentro, los vecinos permanecían sentados en una silla, o paseaban de un lado a otro, inquietos, deseando que se restableciera el sistema cuanto antes. Una señora mayor, que había conseguido votar al cabo de seis horas interminables, casi lloraba de pura felicidad. Cuesta imaginar que algo, aparentemente tan inocuo, pueda llegar a ser tan importante y peligroso. Nadie valora realmente el privilegio que entraña un sencillo gesto como ese hasta que lo echa en falta.




La jornada transcurría y, a pesar de los bloqueos y de los disturbios –policías rompiendo puertas, ventanas, saltando verjas, cargando con pelotas de goma-, el país entero recibía la noticia de que los catalanes estaban votando. Por la tarde, el grupo de extrema derecha que, el día anterior –ya muy lejano-, intentara por todos los medios descolgar la pancarta del Ayuntamiento, invadió la Plaza de Cataluña. En esta ocasión, destartalaron el equipo que la radio autonómica había instalado de cara al público. Entretanto, ni los Mossos ni el resto de cuerpos de seguridad parecían dispuestos a tomar represalias. Algunos peatones se decían entre sí, “no es posible”. Aquel tratamiento les merecía una opinión lamentable.




En cualquier caso, a las ocho p.m., “el referéndum histórico” para unos y “la mayor crisis de Estado desde el 23-F” para otros, habría tocado a su fin. De momento, la Escola de Barcelona, un colegio con cierto renombre, procedía a la votación sin ninguna clase de impedimento. Los vecinos congratulaban a la gente que votaba, “Molt bé”, y a cada rato, vitoreaban a los Mossos o a algún motorista que pasaba por allí haciendo sonar el claxon. Este comportamiento recordaba de forma inquietante al de una secta masónica o algo similar; quizá debido a la compenetración secreta y laudatoria que se profesaban, escudándose de manera recíproca en el colectivo. Cuando terminaron las votaciones, los partidarios de la autodieterminación modificaron su consigna; ahora rugían, más fuerte si cabe, “¡Hem votat, hem votatat!”. Las calles paralelas albergaban grandes revuelos de barceloneses, puño en alza y cantando al unísono “Els Segadors” o “L´Estaca”. Aquel domingo uno de octubre, el claxon de los coches y los gritos de celebración se prolongarían hasta altas horas de la noche, y ni siquiera entonces cesaron por completo.





III

En la segunda parte del Quijote, el ingenioso hidalgo y el Caballero de la Blanca Luna se enredan en una discusión irresoluble por la hermosura de sus amadas, que zanjan retándose a duelo en la playa de Barcelona. Uno de los mediadores es el Visorrey, cuyo personaje autoriza el lance de este modo: “Señores caballeros, si aquí no hay otro remedio sino confesar o morir, y el señor don Quijote está en sus trece y vuestra merced el de la Blanca Luna en sus catorce, a la mano de Dios, y dense”. 

Carmen Forcadell hace acto de
presencia a la salida del Parlament
Amaneció un lunes soleado. Las dudas acosaban a todos los españoles, como a quien despierta de una juerga en la que se ha excedido con el alcohol, y no recuerda absolutamente nada. Tampoco se trataba precisamente de resaca electoral -al menos, los atisbos de memoria, no permitían vislumbrar unas elecciones propiamente dichas-, sino incertidumbre. Una incertidumbre todavía mayor que la del sábado. La sensación de entrar en un círculo vicioso y sin retorno. Los turistas invertían su dinero en paseos guiados con triciclo alrededor del Arc de Triomf o fotografiaban los jardines de la Plaza de Joan Fiveller. En ese aspecto, las cosas seguían igual que siempre. Durante la mañana, incluso se respiraba cierta tranquilidad. El Parlament no daba señales de movimiento. Apenas Carmen Forcadell hizo una sucinta aparición delante de las cámaras y de un pequeño grupo de gente que la ovacionó al grito de, “¡Presidenta, presidenta!” o “¡Hem votat, hem votatat!”. Dos ultra-feministas quisieron robarle protagonismo, comportándose  de forma soez frente a las cámaras, pero alguien las espetó que si estaban allí para manifestarse o para hacer el fantasma, y al final se largaron.


Así pues, la primera reacción vino de parte de los estudiantes. Una protesta enorme, contra la violencia ejercida por la policía, durante el domingo, desembocaba en la Plaza de Cataluña. Los jóvenes levantaban las manos, nuevamente, en silencio, mientras dirigentes del comité estudiantil leían sus derechos en catalán. Si bien aquella era una protesta silenciosa, en esta ocasión, y por primera vez desde que finalizó la campaña del referéndum, las esteladas se contaban por miles. Luego, como en todas las manifestaciones, se quedaron sólo los estudiantes más radicales, acosando a los medios y gritando “¡Prensa española, manipuladora!”. Los mismos que, a lo largo de la tarde, se trasladaron al hotel de Pineda de Mar, donde se hospedaba la Policía Nacional y la Guardia Civil, y les conminaron a abandonar la ciudad.




El ciclo habría de repetirse, prolongándose por varias semanas. De momento, los políticos no habían dado su brazo a torcer, pero las empresas habían influido sobre los políticos. Acaso fueran estas, en última instancia, las que gobernaran al pueblo. Por su parte, los ciudadanos habían quedado sumidos en un laberinto de incertidumbre, nacionalismo, acoso y manifestaciones. Seguramente pasaría mucho tiempo hasta que alguien volviera a romper una lanza en favor del silencio. No del inmovilismo, sino del silencio. 

viernes, 2 de diciembre de 2016

El entrañable dictador


Por
Jose Luis Agudo Gutiérrez

“…apenas tuvo tiempo de sacar el pecho y levantar la cabeza sin
comprender de dónde fluía el líquido ardiente que le quemaba los muslos.-¡Cabrones! -gritó-. ¡Viva el partido liberal!”
(Gabriel García Márquez, Cien años de soledad)


De forma intempestiva y acaso extralimitando mis conocimientos sobre el tema, he decidido pronunciarme acerca del episodio histórico que ha convulsionado al mundo durante los últimos días. Me refiero, como es lógico, a la muerte del líder revolucionario y ex presidente de la República “comunista” de Cuba (el entrecomillado hace referencia a la ambigüedad del término), Fidel Castro.

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El comandante Fidel Castro fumando un habano


Desde su fallecimiento en La Habanna el pasado viernes, la guerrilla entre detractores y prosélitos convencidos se ha visto más avivada que nunca, hasta ahí nada nuevo. Mientras los disidentes y exiliados celebran bebiendo champaña el fin del tirano (anhelo que se antojaba eterno); belicosos izquierdistas, progres intelectuales y un ostensible sector del pueblo cubano, lloran descompuestos ante la pérdida de una de las figuras que mejor representa la insurrección contra el creciente influjo estadounidense del siglo XX. Asimismo, a nadie le coge por sorpresa las antagónicas declaraciones de políticos, algunos manifiestamente capitalistas, como Donald Trump quien no duda en tacharlo de “Brutal dictador”, y otros como sus camaradas latinoamericanos Evo Morales o Nicolás Maduro que lo encumbran al nivel de “Gigante de la historia de la humanidad” e inmortal luchador. También nuestros gobernantes (véanse opiniones) difieren sobre este aspecto.

Sin embargo, con gran estupor, percibo que en general nadie sabe muy bien cuál debería ser su sitio en la memoria colectiva, o por lo menos nadie logra ponerse de acuerdo. Cómo valorar al bueno de Fidel Alejandro Castro Ruz, el dictador que releía los manuscritos inéditos de Gabo, constituía ya una inefable polémica antes de su reciente ingreso en el camposanto.

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Castro con su leal amigo
Gabriel García Márquez
Lo que sí nos queda claro a todos los efectos es que fue un portento opresor. Este hecho resulta innegable, pues apenas acababa de llegar al poder, cuando los denominados “tribunales revolucionarios” iniciaron una purga política que se prolongaría durante todo su mandato. Según diversos testimonios aportados por fuentes cercanas, el régimen castrista no sólo se deshizo de sus opositores políticos, sino que también se ensañó con los homosexuales, a quienes (en palabras del escritor liberal Mario Vargas Llosa) Fidel calificaría como “enfermitos”. Aún hoy son muchos los que le recriminan haber elegido la vía antidemocrática. No obstante, tampoco esto  supone algo insólito, ya que cualquier tipo de insurrección armada ha estado siempre fuertemente enraizada a la feroz represión de la casta militar, como es el caso de la Revolución Francesa con el ejército napoleónico, o las revueltas bolcheviques que desembocaron en un férreo régimen estalinista. Tales elementos marxistas (persecuciones, encarcelamientos, ejecuciones y  un pueblo sometido a la dictadura del proletariado) entrañan las sombras inherentes al legado del comandante cubano.

¿Por qué motivo, entonces, no se le juzga definitivamente? Espero sepan ustedes disculparme por el tono revertiano de mi contestación, y es que a veces sucede que hasta los hijos de puta nos caen bien. Fidelito era uno de esos hombres enigmáticos y entrañables (qué decir del Che), genuino poseedor de una vasta cultura. “Para matar a Fidel hacen falta dos cañones, uno para sus ideas y otro para sus cojones” decía la canción. Ni siquiera el más acérrimo contestatario hubiera podido permitirse el lujo de restarle mérito a sus hazañas. 

Exactamente hace sesenta años, un lluvioso veinticinco de noviembre de 1956, el legendario Granma zarpaba navegando con sigilo por las aguas del río Tuxpan (México), iban a bordo ochenta y dos guerrilleros. Aquello sería el pistoletazo de salida que les conduciría hacia una encarnizada batalla, donde al poco de arribar, en las inmediaciones cubanas, sufrieron el embate del ejército nacional y hubieron de retirarse a la Sierra Maestra. Entre los supervivientes (unos veinte soldados) se hallaban personajes de la talla de Ernesto Guevara, Raúl Castro, Juan Almeida y Camilo Cienfuegos, quienes posteriormente conseguirían rebelarse hasta la victoria. 

A pesar del bloqueo comercial, económico y financiero, el país logró consagrarse como un vivero de futuros médicos, maestros e ingenieros, y uno de los grandes exportadores de productos vernáculos (Azúcar crudo, tabaco laminado, licores, petróleo refinado etcétera). Imaginar lo que hubiese alcanzado Cuba sin el acoso permanente del titán americano, resulta cuanto menos interesante, mas nunca se sabrá. Tan sólo el brillante modelo educativo y una serie de derechos para con sus ciudadanos perdurarán, si así lo convienen los designios del tiempo.  

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Los revolucionarios toman el poder  


Todavía, pues, no hay ningún veredicto certero acerca del comandante Castro: hombre de armas tomar, dispuesto a jugarse la vida, pero sin prejuicios a la hora de vestir marcas, besar las manos del Papa o incluso echar una partida de dominó con Fraga. Fidel era humano y paradójico, amigo de sus amigos, que no de sus enemigos. Desde este domingo sus cenizas reposarán en el cementerio de Santa Ifigenia. Barack Obama proponía delegar la tarea de absolución, yo propongo mirar hacia adelante por si las piedras. Humano y paradójico, como la existencia misma, es sentir admiración frente a miles de bienintencionados que, sin embargo, cometieron las peores atrocidades contra nuestra amada libertad.
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El Papa Francisco I junta a un ya envejecido Fidel Castro

lunes, 30 de mayo de 2016

Informe del periodismo bélico actual

Desde los tiempos de Chaves Nogales hasta las bravatas “reporteriles” de la guerra de los Balcanes, han existido ciertos dogmas inquebrantables para cualquier corresponsal que se precie y que posea el más mínimo instinto de conservación. Las batallitas y leyendas, así como algunos consejos prácticos convertidos en aforismos, forman parte del oficio. Estos profesionales cuentan con su propio código deontológico. Les rodea una mística especial, la cual refuerza el estereotipo introducido años atrás por Manu Leguineche sobre las tres “des”: Dipsómano, divorciado y deprimido. No obstante, suelen ser personas muy comprometidas con su trabajo.
Fotografía del español Chaves Nogales,
leyenda de la crónica de guerras

En cuanto al sector, a pesar del hermetismo que le caracteriza, está experimentando las mismas transformaciones que otras áreas de la comunicación.
Reportero entre tanques
Entre los puntos favorables para un reportero de guerra, se encuentra viajar constantemente conociendo distintas culturas, asistir a lo peor y a lo mejor del ser humano, vivir experiencias inolvidables (ya sean buenas o malas) etcétera. Es una profesión bastante selecta que requiere desenvoltura hablando idiomas. Además, precisa agilidad diplomática y rapidez a la hora de informar. Hoy en día, quien primero difunde una noticia, será quien reciba los debidos méritos. La acción inmediata de las redes sociales elimina toda clase de rutinas posibles, y el uso de imágenes reflejando sin censura la cruda realidad, está ganando mucho peso dentro del periodismo bélico del siglo XXI.
Manu Leguineche junto a un grupo de talibanes afganos en 1965
Por otro lado, las guerras modernas resultan definitivamente más peligrosas. Ya no responden a causas políticas o territoriales, sino a motivos religiosos. Antiguamente los enviados especiales portaban consigo un documento de acreditación de prensa, y salvo raras excepciones, jamás se les hacía partícipes del conflicto. El mayor riesgo que corrían, tenía que ver con pisar una mina o que un mortero aterrizara justo encima de ellos. Sin embargo, enséñenle ustedes una acreditación especial a cualquiera de los fanáticos religiosos -capaces de inmolarse- que combaten a día de hoy en las guerras de Oriente Medio, ya verán cómo reaccionan; probablemente les hagan a ustedes prisioneros y, dadas las circunstancias, casi mejor morir de ante mano. Aún así, se ha exagerado demasiado la figura del corresponsal. El mundo entero mitificó a personajes como Kapuscinski, cuando realmente ellos mismos desmentían estas heroicidades asegurando haberse pasado la mayor parte del conflicto aguardando en algún hospital.
El autodenominado Estado Islámico antes
de ejecutar a veintiún cristianos en las costas próximas a Libia 

No pocas conclusiones podemos extraer de semejante labor, pero dado que únicamente un loco lleno de pasión se jugaría el pellejo por su trabajo, prefiero terminar este informe con una pequeña broma que recoge ArturoPérez-Reverte en su libro “Territorio Comanche”. Dicha frase se hizo popular entre los periodistas de las Guerras Yugoslavas, cuando estaban tomando copas en la terraza de un hotel y comenzaban a sonar los estruendos del combate; entonces aquellos hombres de carácter complicado, bromeaban: “Tres bombas más y nos vamos”.
Ryszard Kapuscinski por África

domingo, 29 de mayo de 2016

Los sesos del arte

Imagínense ustedes, si pueden, sentados en el viejo tendido que albergaba la plaza de Manzanares:

La plaza de Manzanares recién rehabilitada (Ciudad Real)
<<Son cerca de las cinco, y un sol propio de agosto pica sobre la coronilla del público.  El sevillano Ignacio Sánchez Mejías hace su reaparición, junto a Juan Belmonte, tras casi cinco años sin vestir un traje de luces. Sale para sustituir a Domingo Ortega, el cual se está recuperando de un accidente automovilístico. Sus ojos desprenden serenidad y templanza. Hay quien, tiempo después, asegurará que ya entonces tiene planeado morir.
El matador, Ignacio Sánchez Mejías
Como una vil empresa, empieza por santiguarse, dando paso al espectáculo. Le sueltan a Granadino; un toro negro, no muy grande y astifino que resulta más bien manso. Éste dobla con firmeza mientras el diestro lo capea a golpe de verónicas. Bestia cornúpeta y bestia de montera forman una única figura donde el torero no ceja en arrimarse. Ciñendo al animal a su media, demuestra inconmensurable valor, y así, remata sonsacando los aplausos de la gente.
Un espada reta con la mirada al animal  sin moverse del estribo
 Granadino embiste embravecido contra los caballos, hasta que consiguen llamarlo. Uno detrás de otro se van luciendo los tres banderilleros. Como siempre, cierto aroma virtuoso, creativo e intrépido invade la tierra batida del ruedo. Por fin, Ignacio Sánchez Mejías recibe su muleta y comienza la faena sentado en el estribo. Desafía al toro desde allí, sin embargo,  algo sucede: Parece triste. Quizás esté evocando la tarde que vengó a Joselito “El gallo” en Talavera, o cuando esa misma noche lloraba su cadáver. Tal vez, sólo piense en sus amantes; está casado con una gitana llamada Lola pero también tiene a “la Argentinita”, y a Marcelle Auclair esperándole en Santander. De pronto cambia de gesto, ahora ostenta seguridad.  Granadino arremete e Ignacio Sánchez Mejías  realiza, sin levantarse, un pase estremecedor. Es al volver cuando éste le empitona y le voltea por los aires. A duras penas, Fermín Espinosa “Armillita chico” consigue despistar al astado y matarlo con medio estoque. Rápidamente el herido es sacado de la plaza>>
Ignacio Sánchez Mejías lamenta la pérdida de Joselito en Talavera

Dos días después, el 13 de agosto de 1934, moría  Ignacio Sánchez Mejías debido a una infección en su muslo derecho. Federico García Lorca, gran amigo suyo, le dedicó unas elegías que recoge la obra poética “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías”.

¡Que no quiero verla!
Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.
[…]

Federico García Lorca, autor de "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías"

Fue un hombre que cosechó numerosos triunfos, incluido durante los años que se mantuvo alejado del toreo. Presidió al Real Betis Balompié y escribió varias obras teatrales, además de fundar lo que hoy se conoce como la “Generación del 27”. Así pues, su figura trascendió hacia el ámbito cultural de la España de anteguerra.